Irradiando luz clara y dulce...


Así llegó dulce y clara una mañana de septiembre. Irrumpía en nuestras vidas con un llanto rosa y casi silenciado. Julio la esperaba ansioso y así se despedía de ella dentro de mí cuando me dirigía al hospital ese 5 de septiembre. Esos gestos que te atan a la esencia de la vida: la espera de una nueva vida. La ingenuidad de un niño esperando la vida desde allí. La que sería su hermana y compañera, la que lo anclaría más a la tierra y a sus raíces. Ya no estaría solo. 
Y llegó, y con ella me llegó la estela de la serenidad, de una ternura antigua y renovada, de un lazo indisoluble para siempre. Ha cumplido ocho años y la luz ahora es otra, pero siempre luz. A veces la miro y me veo. A veces la miro y la envidio. A veces la miro y sonrío y entonces me alejo. Ahora le toca a ella brillar, volar, saltar al vacío de los sueños donde no existe espacio para lo imposible. 
Camina siempre erguida, delgada y muy esbelta. En sus gestos lleva implícita una elegancia innata que le hará brillar siempre. Cuando me descuido, la veo enfundada en mis vestidos y sobre mis tacones frente al espejo donde se mira y se habla repetidamente. Entonces me traslado:
Aquella casa cálida, esas habitaciones de grandes ventanales mirando descarados a la sierra, esas mañanas de junio por el pasillo de aquella nuestra casa, la de mis abuelos. Era una niña entonces, casi como Clara, también delgada y tímida y observadora. Ignoraba tantas cosas entonces. Creo que siempre habitó en mí un halo casi imperceptible de una tristeza profunda que se fue agudizando con el tiempo, una melancolía incubada que luego daría frutos,  que iba haciendo su casa para que no la pillara desprevenida por todo aquello que estaba por llegar. Y aún así, me recuerdo ingenua y soñadora, evadiéndome en aquel tiempo de aquellas realidades. Supongo que era el aviso de que después advertiría la existencia de cosas que nunca me llegarían a gustar. Pero soñaba sí, y mis ojos almendrados miraban los cráteres de la luna. Me enrollaba las sábanas mientras ayudaba a mi abuela a hacer las camas de manera metódica y yo, no tan metódica, soñaba en el espejo ovalado de la coqueta de aquella habitación. Me divertía pensar que había otra al otro lado igual que yo, y otra abuela, y otra cama, y otros ventanales. Lo más apasionante era que la sincronización en los gestos de mi abuela y míos era perfecta. Yo avisaba a mi abuela de los gestos repetidos a la par y ella en otra realidad sonreía y me decía: -¡niña, vamos ya! Así seguía acercándome más y más a la luna para descubrir qué había dentro, cómo era aquel mundo paralelo y,cada vez más cerca, espiaba los techos, las paredes, el suelo, el aire y mis ojos que chocaban contra una realidad impenetrable. Quizás era otro aviso de lo que llegaría: la realidad, impenetrable, tantas veces. Y entonces yo no sabía de la existencia de Borges ni del significado de sus espejos, ni de aquel jardín de senderos que se bifurcan...Supongo que ya empezaba a contemplar el mundo desde otra realidad suprasensible que se enredaba con la inocencia de la niñez y que me haría ver el mundo desde otra perspectiva: la de los sentidos y emociones en eterno estado de ebullición.
Cuando salía de la habitación aquella del final, las camas estaban hechas y quedaba el día por hacer. Me subía entonces al último escalón de la escalera que llevaba a la azotea. Me recuerdo con un vestidillo fresco de algodón blanco, unas chanclas y una caja de cromos debajo de mi brazo. Ése sería el lugar, aquel rellano del último escalón, que me acogería tantas veces en mis ratos de juegos y de vuelos. Unas veces eran  cromos, otras gusanos de seda, otras diseños de vestidos a mis Barbies. Es curioso, cuando terminaba, existía  un secreto grande entre la escalera y yo. Yo bajaría volando desde aquel rellano último, flotaría en el espacio reducido hasta poner pie en el suelo del último escalón. No habría puesto mis pies, uno a uno,para bajar cuando la comida de la abuela estaba esperando. Lo había acordado antes, era un acuerdo implícito entre aquel hueco y yo,entre mi mundo y yo. Volaba. Sí. Volaba. Lo cierto es que recuerdo el vértigo del vuelo hasta llegar abajo y poner los pies firmes. Era una sensación mágica y fugaz. Yo flotaba en el aire unos segundos hasta llegar abajo. Y llegaba. Aquí sigo. Así que cuando veo a Clara en el espejo no puedo por más pensar que,aunque ingenua y callada, de sobra habrá tejido los sueños - ahora tangibles - frente a su espejo. Por lo demás yo, cuando llegue la hora, sí le hablaré de Borges, de sus espejos, del laberinto al que llegamos por azar,le enseñaré el camino de los senderos que se bifurcan, le advertiré por tanto que una vez ponga el pie en el sendero, lo ponga firme y fuerte y no mire hacia atrás. Sólo así podrá continuar soñando se reconozca o no frente al espejo cuando los años pasen.Sólo así continuará irradiando luz y bañándonos con ella.




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